DAVID ARNÁS · DARIO CARRETO· TICO DE LA ROSA
ÁLVARO DELGADO· ALVARO ESCRICHE· CARLOS I. FAURA
LUCIE GEFFRÉ· ELENA GUERRERO · RAFAEL JIMÉNEZ
PABLO LOZANO · PEDRO JOSÉ PRADILLO
SFHIR · DIEGO VASALLO
LUCIE GEFFRÉ· ELENA GUERRERO · RAFAEL JIMÉNEZ
PABLO LOZANO · PEDRO JOSÉ PRADILLO
SFHIR · DIEGO VASALLO
Del 11.02.16 al 31.03.2016
INAUGURACIÓN EL JUEVES 11 DE FEBRERO A
LAS 19:00
EN LA GALERÍA MODUS OPERANDI
EN LA GALERÍA MODUS OPERANDI
Galería Modus Operandi · C/ Reina Mercedes, 5 local 2 · 28020 Madrid ·
Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo
(Friedrich Nietzsche)
El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad.
(Friedrich Nietzsche)
El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad.
(Pablo Picasso)
El jueves se inaugura la
Exposición Colectiva "DE NIETZSCHE A PICASSO", donde el artista
plástico Darío CARRETO expone parte de su obra, de la que la Asociación
Cultural Libros y Más es depositaria. Os invitamos a visitarla.
«De Nietzsche a Picasso: una mirada
nanaísta». ¿Por dónde empezar? Del uno al otro median solo cuatro décadas, pero
parecen siglos. En cierto modo, Nietzsche prendió la espoleta de una bomba
retardada que solo alcanzó a explotar en el estudio montmartrés de
Picasso.
Si el zambombazo resonó en 1907, lo que
siguió a Las señoritas de Avignon debió de ser su onda expansiva.
Recapitulemos. En 1909, el altisonante dictum de Marinetti, proclamado en su
Manifiesto Futurista, según el cual un coche era más bello que la Victoria de
Samotracia; en 1911, El jinete azul de Kandinsky y su ensayo fundacional; en
1914, el Cuadrado blanco sobre fondo blanco de Malevich... Es bien conocido el
olfato de perro perdiguero que tenía Picasso. Justo es sospechar, sin embargo,
que fueron unos cuantos los que olieron la amarga chamusquina de la pólvora.
Al sesgo de esa década, el arte no hace
más que «liberarse»: el fauvismo libera el color, el cubismo libera la
geometría, el constructivismo libera la obra... No sigo. Decía Valéry, con
buena parte de razón, que quien piensa con «ismos» no piensa en serio.
Sospecho que me darán la razón en la
Modus Operandi, epicentro de la contravanguardia nanaísta. Esta sostiene, como
principio programático, que la pertenencia al Atlético de Madrid es una
cuestión de carácter y que gentes como Marco Aurelio o Dostoievski eran
«colchoneros» ante litteram. ¿No hablaba Borges de autores kafkianos anteriores
al propio Kafka?
Volviendo el hilo a la madeja, digamos
que lo que sucedió entonces fue, para muchos, la muerte del arte. ¿Otra vez? Un
siglo antes de que Vladimir Tatlin decretase su defunción con imposibles
diseños en honor de la Tercera Internacional, el romántico Delaroche ya había
proclamado la muerte de la pintura frente a la Academia de las Ciencias
francesa. ¿El culpable? La fotografía.
Baudelaire la odiaba. Rompía, a su
juicio, todo lo divino del ser humano, objetivándolo, volviéndolo impersonal.
Eso, en otras palabras, es lo que Weber llamó Entzauberung: el desencantamiento
del mundo.
Llovía sobre mojado. En una elocuente
escena de El idiota, de Dostoievski, Terentiev observa estupefacto el Cristo
muerto de Holbein y percibe que ese cuerpo tan realista tiene pocos visos de
resucitar. Tenía razón. Hay un buen trecho entre el Cristo luminoso y numinoso
de Velázquez y la foto de un cadáver.
Sin embargo, lo que ahora proclamaban
Rothko y Mondrian, Pollock y Miró, era harina de otro costal. No se trataba de
la muerte del arte, sino, más bien, de la muerte del arte imitativo.
Cuando Kandinsky prohibió el mimetismo
en el arte, transmutándolo en formas y colores, en su clásico ensayo De lo
espiritual en el arte, pocos sospechaban que andaba al zancajo del divino
Platón, echando su cuarto de espadas a una controversia tan antigua como el
mundo. No hay exageración en ello. Cuenta la leyenda que dos batallones, en
perpetua lluvia de pedriscos y cintarazos, pelean por la redención humana desde
la noche de los tiempos: el tercio de los «miméticos», de formación
aristotélica, que postulan que el arte imita a la natura, y el escuadrón de los
«diegéticos», platónicos hasta las cachas, que defienden que el arte se basta y
sobra por sí solo. Los primeros se batieron en retirada cuando tres señoritas
de Aviñón expulsaron de la República a los artistas imitativos. ¿Hasta
cuándo?
Portada de El Cultural, viernes 29 de
enero: «Los realistas entran en el Thyssen». Luciendo fajín, entorchado y
tafetán, un ufano Antonio López franquea el museo con paso firme. Pintan
bastos. ¿Acaso el estrépito de la abstracción ha sido una nube de verano?
Retornan los mismos poetas miméticos que, extramuros de la Politeia, componían
en dáctilos a imitación de sus pies, con una sílaba larga y dos breves, como
las falanges humanas. El sol vuelve a ponerse. Decía Goethe: «pinte a su perro
con exactitud. No tendrá un cuadro, tendrá dos perros».
El arte tiene que moverse constantemente
hacia delante, reitera la vulgata moderna, o en caso contrario perecerá, como
si de un tiburón se tratase (no, precisamente, de los que Damien Hirst envasó
en salmuera). Perdido el aura, solo quedan migajas: juego e ironía, faroles de
retreta y una fofa intrascendencia ¿Quemaría hoy Savoranola los cuadros de
Botticelli? Lo dudo mucho. El artista ha perdido la poiesis. No volverá a robar
la palabra ígnea ni a enseñorearse de sus facultades demiúrgicas. La liebre del
Espíritu corre mucho más rápido que los lebreles de la Academia. ¿Cuándo dejará
la broma de hacer gracia? ¿Qué sucederá cuando la gran cadena de redomas y
alambiques haya agotado los experimentos?
Alguien, creo que Goethe, dijo que
mientras percibimos la belleza ningún mal puede alcanzarnos. En esos momentos
somos casi indestructibles. En La gaya ciencia, Nietzsche afirma que «tenemos
el arte para no hundirnos frente a la verdad». Solo como fenómeno estético la
vida se hace soportable; de vez en cuando tenemos que descansar de nosotros
mismos. Solo las posibilidades extáticas, catárticas y dionisíacas del arte nos
permiten abolir el runrún de la voluntad, detener el incesante girar de sus
cangilones y rasgar el telón.
Fui ayer a la exposición de Kandinsky en
el Palacio de Cibeles, que ha sido un exitazo, y vi el Vacío verde. El artista
soviético sabía que solo de la disolución de contrarios (azul y rojo) podría
brotar la calma. El verde era el color favorito de Mahoma, acostumbrado a
viajar por desiertos a la husma de palmeras en oasis, y seguramente fuese
también el de Nietzsche. El arte es pharmakon, sanador del alma, y alivia las
heridas que provoca, como la lanza de Aquiles, pero nunca cura del todo. No hay
consuelo para la condición humana.
«No se han reconocido los sufrimientos,
no se ha aprendido el amor, y lo que en la muerte nos aleja no nos es
revelado». Palabra de Rilke, en uno de sus Sonetos a Orfeo. Pero luego añade,
apodíctico: «Solo el canto sobre la tierra santifica y festeja». Así sea.
En consecuencia, necesitamos el arte.
«Pero otro arte», dice Nietzsche, «un arte para artistas, ¡solamente para
artistas!». No se trata de ser el excursionista de visita en el museo, sino el
soldado pompeyano minutos antes de la erupción del Vesubio. Quédese el primero
en su serena contemplación y su interminable gigantomaquia de lo bello. Sobre
gustos no hay nada escrito. Jenófanes dijo en su Banquete que Sócrates le
resultaba más bello que el hermoso Cristóbulo, porque sus ojos de sapo y sus
orejones le permitían ver y oír mejor. También para Caperucita su abuela estaba
más favorecida con los hocicos de lobo. Gustibus non est disputandum. Pero lo
sublime, con sus nubes tormentosas, sus rocas afiladas y sus crepitantes
volcanes, tal y como lo representaba el Sturm und Drang, no permite esa
contemplación plácida (y flácida).
Un «arte para artistas» no es tarea
fácil. Lo hermoso es el comienzo de lo terrible, afirmó Heidegger varias
décadas después de Nietzsche, en un grado que todavía podemos soportar. Si
quieren verse conmovidos por el abismo, háganse atar al mástil, como Ulises, y
entonces podrán escuchar el terrible canto de las sirenas entre espumas y
rompientes. Descompónganse si quieren, pero no pierdan la compostura. ¡A golpe
de mar, pecho sereno!
Entretanto, que el espectador
manufacturado siga buscando la novedad a toda costa, la ironía vulgar y la
subversión tolerada e inofensiva. Los bellos caminos no llevan lejos.
JORGE FREIRE
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